El gasto público suele ser percibido con idealismo romántico, pero en la práctica es un fenómeno dominado por la inercia, la transacción de intereses y la ausencia de mecanismos que corrijan errores. A diferencia de la empresa privada, que está sujeta a la disciplina de pérdidas y ganancias, el sector público carece de incentivos y mecanismos para evaluar su eficiencia. Programas gubernamentales se perpetúan y crecen sin pasar por métricas rigurosas o procesos de corrección. La burocracia, lejos de responder a necesidades claras y definidas, tiende a expandirse para proteger su territorio y ampliar su radio de actividad.
Rara vez se somete a evaluación crítica por resultados.
La formulación del presupuesto no es un ejercicio crítico basado en prioridades claras, sino el resultado de continuidad sin corrección, presiones políticas, cabildeo y negociaciones de última hora. No existe un proceso eficiente para determinar qué programas son productivos y eficaces para alcanzar los objetivos que persigue o qué actividades generan mayor valor. El gasto crece sin atender una jerarquía real de necesidades ni responder a una lógica económica de reasignación de recursos. La crisis —real o fabricada— es un mecanismo recurrente para justificar el aumento del gasto y la creación de nuevas estructuras gubernamentales.

Las demandas sobre el presupuesto son infinitas; diversos grupos reclaman más recursos con la convicción de que el Estado debe financiarlos. Sin mecanismos de evaluación, sin la presión del mercado que distingue lo productivo de lo improductivo, el gasto público se convierte en un fin en sí mismo y no en un medio para atender problemas reales.
La Contraloría General de Cuentas de Guatemala (CGCG) expresa que su misión es ser “rectora de la fiscalización de los recursos públicos y control gubernamental que, en un marco de probidad, transparencia y rendición de cuentas, busca mejorar la efectividad en la calidad del gasto público…” En efecto, revisa las cuentas del gasto público, pero se limita a vigilar que los procesos formales son los apropiados; no examina la efectividad en términos de objetivos alcanzados. Nunca se verá que la CGCG exprese que una dependencia estatal consume cientos de millones de quetzales pero no cumple con la misión asignada y recomienda clausurarla. Una evaluación de este tipo es más bien un acto político que correspondería al Ejecutivo y al Legislativo.
El tema que se discute no es corrupción, que es necesario identificar y erradicar, sino eficacia y productividad para alcanzar objetivos propuestos; si la manera de gasto y organización es relevante a los problemas que pretende resolver. Cuanto más grande es un aparato burocrático específico, más difícil es cambiar la ruta.
La imagen de Milei con una motosierra para recortar el aparato público en Argentina es elocuente e inspiradora. Trump creó el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) bajo el mando de Elon Musk, que recién destapó cómo mucho gasto de Usaid —la agencia para el desarrollo internacional— raya en lo absurdo y obedece a las particularidades ideológicas de su burocracia, muy alejados de su misión. La feroz oposición se ha enfocado en atacar el proceso y el hecho de que sea comandado por un oligarca, ignorando el mal uso y desperdicio del gasto revelado.
Independientemente de lo que se piense de Milei, Trump o Musk, seguramente es sano examinar y evaluar línea por línea la efectividad del gasto público que se ve dominado por la dependencia de ruta y rara vez se somete a evaluación crítica por resultados. Podría marcar tendencia y esta clase de esfuerzo se vea replicado en muchos países.