En abril 2021, el gobierno de Sri Lanka prohibió la importación y uso de fertilizantes y pesticidas químicos, con el objetivo de hacer la transición a la agricultura orgánica. Bajo el hechizo del alarmismo climático, el presidente Gotabaya Rajapaksa anunció la política repentinamente, citando la necesidad de proteger el medio ambiente y la salud de la población. La prohibición devastó la producción agrícola, las exportaciones se redujeron dramáticamente y los precios de los alimentos aumentaron 80%. Los agricultores enfrentaron grandes dificultades para adaptarse; no existían los insumos orgánicos, y los productores carecían de conocimientos sobre prácticas agrícolas orgánicas. Se produjeron disturbios en los que miles de personas irrumpieron en la mansión presidencial; el presidente renunció y huyó del país. En la ceguera del poder, el presidente Rajapaksa no se percató del daño económico que causaría su decisión.
Los objetivos quizás eran deseables, pero la forma de hacerlo resultó disfuncional.
En el actual período de gobierno se han impulsado políticas que dejan entrever que los funcionarios no se ocuparon de la planeación y preparación necesaria para que las medidas fueran efectivas, ni dimensionaron los costos que imponían a la población.
En el caso de la separación de desechos, es fácil dar la orden de cómo la gente tiene que clasificar su basura. Lo difícil, que hasta donde se sabe no se hizo, es la preparación previa de la sucesión de actividades que tienen que respaldar la separación de desechos, empezando por algo tan sencillo como la existencia y costo de bolsas plásticas de diferentes colores, que, por cierto, necesariamente aumentaría la demanda y desecho de estos artículos supuestamente poco amigables al medio ambiente. Se tendría que haber capacitado al elemento humano en la cadena de desechos y, a fuerza de enormes costos, hacer las inversiones previas en los sistemas de recolección y transporte de desechos, los vertederos y destinos finales y los sistemas para procesar las diferentes basuras. Tiene poco sentido seleccionar la basura orgánica sin contar con los sistemas para procesar y aprovecharla.
Otra política errada fue la obligatoriedad de contratar un seguro de responsabilidad de daños vehiculares. La orden fue repentina y se dio poco tiempo para cumplirla. Es evidente que el Ejecutivo tomó en cuenta los beneficios de la política, pero no contabilizó los costos que significarían para un gran segmento de la población que no cuenta con los recursos ni tenía previsto el gasto obligado. No se dio a conocer de qué forma las compañías aseguradoras se prepararían para la avalancha de demanda de pólizas de seguros, cómo esto afectaría los precios de las tarifas, la multiplicación de puntos y formas de venta, la capacitación, tecnología y sistemas. Bajo la legislación financiera vigente, el súbito aumento en la cobertura de daños esperados requeriría un aumento correspondiente en las reservas de las empresas aseguradoras. Dar la orden es fácil, todo lo que está detrás es complejo y requiere de mucha inversión, planeación y acción previa.
En ambos casos, los objetivos quizás eran deseables, pero la forma de hacerlo resultó disfuncional. Parafraseando un célebre discurso de William Fulbright, dictado en 1966, el poder tiende a equipararse a sí mismo con la virtud, a creer que su poder es señal del favor de Dios, que responde al llamado de la historia o del pueblo que le confiere un especial destino. Tiende a creerse omnisciente; la historia no lo habría escogido como su instrumento para después negarle la espada para hacer cumplir su voluntad. El orador se refería a la arrogancia del poder.
