La publicación del libro Original Sin: President Biden’s Decline, Its Cover-Up, and His Disastrous Choice to Run Again (Tapper & Thompson, 2025) no revela nada nuevo. Lo que confirma es que durante años se sostuvo una mentirosa confabulación institucional: que Joe Biden no estaba cognitivamente apto para ejercer la presidencia. Que todos lo sabían. Que todos lo callaron. Y que lo usaron.
Desde su campaña en 2020, las señales eran evidentes: lapsus mentales, frases balbuceantes, desubicación en tarimas, caídas. Llegó a confundir a Zelenski con Putin y en el debate presidencial de 2024 fue un bochorno que marcó el principio de la estampida demócrata. Aun así, su entorno insistía en que estaba “fuerte”. Barack Obama, Pelosi, Schumer y asociados decían que estaba “más agudo que nunca”.
Pero más allá de la politiquería ya percibida, la prensa tuvo un papel activo y deliberado en un encubrimiento que pasará a la historia. Porque no solo fue omisión, fue complicidad total: CNN, MSNBC, The New York Times, es decir, toda la prensa menos un par de medios conservadores, no solo ignoraron las señales, sino atacaron con saña a quienes las señalaban. Se construyó una narrativa blindada, con fact-checkers deslegitimando cualquier duda y columnistas justificando los lapsus de Biden como que fueran errores de abuelito. La prensa se convirtió en parte de la estrategia de protección y encubrimiento. Y ahora, cuando ya no pueden sostenerla, cambian de tono sin una sola disculpa.
Jake Tapper, uno de los autores del libro, protagonizó uno de los momentos más bochornosos en CNN: interrumpió agresivamente a Lara Trump en su programa cuando cuestionó la salud mental de Biden. Tapper insistía en que se trataba solo de un “tartamudeo” y descalificó su capacidad para opinar. Hace unas semanas, le tuvo que pedir disculpas públicas. Tarde y muy conveniente con su libro que lo hará rico…
Y uno se pregunta. Si Biden no podía gobernar, ¿quién lo hacía? La respuesta está en el círculo de poder íntimo, comenzando con su esposa y luego, Ron Klain, Susan Rice, Jake Sullivan, Anthony Blinken. Mientras el presidente firmaba documentos con una pluma automática, sin comprenderlos, ellos ejecutaban decisiones estratégicas trascendentes. Esa pluma se volvió símbolo de una presidencia impostora. Incluso indultos federales fueron aprobados: Hunter Biden, Fauci, etc., toda una maquinaria moviendo como títere los hilos oscuros del poder.
A la par, se impuso una agenda radical. Reformas identitarias extremas, políticas de inmigración con evidente estrategia electoral de uso a futuro, debilitamiento del orden público, subsidios ideológicos. Todo en nombre de una unidad que nunca existió y cediendo a las exigencias de los sectores más radicales del Partido Demócrata sin debate democrático, como AOC —Alexandria Ocasio-Cortez y asociados— a quienes ya se les ve en precampaña.
El costo financiero fue descomunal. El presupuesto de 2024 tuvo el gasto sostenido más alto en la historia del país. Desde pagos de estipendios y hoteles para cientos de miles de migrantes, hasta pagos clientelares por “desempleo” a millones. El déficit se disparó. La deuda alcanzó los 37 trillones. Pero “todo estaba bajo control”.
Hoy cuando Biden ya no es útil y se les cayó el drama, quienes lo blindaron —políticos y periodistas por igual— se alinean para pedir una “renovación generacional”. Una confesión tardía de un encubrimiento que violó la verdad, la ética y la democracia.
Aunque intenten lavarse las manos, la historia nunca olvida.
