Tomo una carretera secundaria con vistas todavía exquisitas, aunque en los últimos años se han venido talando las preciosas alamedas y el camino se ha llenado de baches, que cada cuatro años ofrecen componer. Paso por un enorme proyecto que taló incontables árboles y movió miles de toneladas de tierra, llenando toda el área de polvo durante varios meses. Habrán pagado un señor estudio de impacto y la licencia ambiental debe ser tamaño cartulina. El progreso es maravilloso, pero impone costos, lo que Schumpeter llamaba destrucción creativa. Prefiero las alamedas.
Para llegar a mi destino tengo que atravesar el pueblo. Estallido de cohetillos, larga fila de autobuses estacionados ocupando la mitad de la estrecha calle, voces estridentes en altoparlantes; atrapado nuevamente, ahora en una fiesta cívica. Vehículos adelante y detrás hasta donde alcanza la vista, inmovilizados a medio pueblo. El sol está fuerte y el ambiente cargado; la gente atrapada en sus vehículos está muy molesta. A mi derecha un predio con unas doscientas personas, y a juzgar por los numerosos buses estacionados, son acarreados que recibirán estipendio, almuerzo y gorra. Parece un teatro griego; desde la tarima los actores preguntan ¿a quién queremos? El coro brinda la respuesta correcta. Hay gente en la calle viendo el espectáculo sin participar en él, con cara de paciente incredulidad.
Tengo vista clara a la tarima y potentes altoparlantes agreden mis oídos, mientras me cocino escucho varios discursos. Me pregunto sobre la naturaleza de las coincidencias; en mi mochila descansa el libro que estoy leyendo, una biografía de Cicerón, político, filósofo y célebre orador de la antigua Roma que vivió el colapso de la república y la transición a la dictadura imperial. El candidato a la alcaldía de la cabecera municipal formula una lista de cosas que hará por el pueblo. Júbilo. Escucho a una diputada de alto rango explicar por qué hay que votar por el candidato presidencial del partido. De él no se habla mal. A pesar de haber sido diputado del Parlacén y el Congreso por once años, dice, nadie habla mal de él. Eleva la voz, emocionada. No se puede hablar mal de él, fíjense, por eso debe ser el próximo presidente. Reflexioné que nadie habla de él, mal o bien.
Al final del día tomo el camino de regreso, observando con alivio que el tránsito fluye y la fiesta terminó, pero justamente en la salida del pueblo hay un evento de otro partido, unas docenas de personas. Obligado a detenerme, escucho por el altoparlante: “No van a recibir una botellita de aceite de cocina, van a recibir dos grandes. La bolsa va a ser como antes, pero con más”. Cicerón no sentiría envidia.
