Donald Trump es, sin duda, el presidente más disruptivo en la historia reciente de Estados Unidos. Un comentarista decía: “Abraham Lincoln,¿ abolió la esclavitud y desató la guerra civil, Trump ha sacudido los cimientos políticos y económicos del país. Y si Lincoln dividió a la nación por principios morales, Trump lo hace con un mandato: restaurar “la grandeza americana” desde la economía hasta la moral, la familia y el orden. Un regreso al viejo sueño americano”.
Suena grandioso, pero en sus primeros meses Trump mantiene al país —y al mundo— en vilo. Para los “Magas” que votaron, es la restauración que EE. UU. necesitaba; para otros, una disrupción que podría volverse incontrolable. Sobre todo, considerando que heredó un Estado hipertrofiado, una deuda abismal, fronteras incontrolables y un clima social hiperpolarizado. Los demócratas dejaron un país exhausto y un Estado caótico, y el voto mayoritario del pueblo para revertirlo lo comprueba.
El menú de órdenes ejecutivas refleja sus promesas electorales: eliminó el sistema DEI, que premiaba el género y la diversidad sobre el mérito. Prohibió la enseñanza de teorías de género en las escuelas y excluyó a los hombres transgénero de los deportes femeninos. Pero donde la cirugía es profunda es en el aparato estatal: La operación Doge destapó fraudes y despilfarros incomprensibles. Cerró Usaid, comprobando que “financiaba agendas globalistas ajenas y en contra del interés nacional”.
En política exterior, la consigna es que la guerra en Ucrania sigue sin solución, y por ello el vicepresidente J.D. Vance advirtió a Europa de que la Otán no es un compromiso ilimitado. El bochornoso escándalo durante la visita de Zelenski a la Casa Blanca dejó claro que “América” ya no será garante universal de seguridad”, a menos que haya algo a cambio. Ucrania posee vastas reservas de minerales estratégicos, esenciales para la industria tecnológica y militar. Explotarlas garantizaría autonomía occidental. Mientras escribo está columna, Marco Rubio y su equipo negocian en Arabia Saudita un cese al fuego.
La piedra en el zapato es la política arancelaria con México, Canadá y China. La incertidumbre está sacudiendo los mercados, derrumbando los índices bursátiles y causando externalidades antes de entrar en vigor. El partido de Trudeau, que venía 20 puntos abajo frente a los conservadores, resucitó políticamente gracias al antitrumpismo canadiense. Y Claudia Sheinbaum, en México, subió a un impresionante 85% de aprobación por “defender la dignidad nacional frente al gigante del norte”.
En la economía de mercado, los aranceles son la antesala de la recesión y la inflación.
En la economía de mercado, los liberales clásicos rechazan el proteccionismo. Quien escribe lo considera la antesala de la recesión con todo e inflación incluida. Pero incluso los ortodoxos admiten que China ha sido un socio difícil desde que Washington le concedió el estatus de “nación más favorecida”. Ahora Trump quiere cerrar esa puerta.
Más allá del fentanilo y la migración, lo que realmente persigue Trump es repatriar la industria estadounidense. Con los aranceles, las empresas que emigraron por salarios bajos y sindicatos dóciles deberán decidir si volver o pagar el precio de quedarse fuera.
Los aranceles aún no entran en vigor, pero ya se sienten los efectos. El votante Maga observa los precios con impaciencia: la caja de huevos, que costaba menos de un dólar en noviembre, ahora supera los dos. Y eso pesa, especialmente en año electoral.
Trump se juega mucho en las elecciones de medio término. Una derrota significaría perder la mayoría legislativa y la inercia de su cruzada. Su tabla de salvación podría ser el nuevo paquete fiscal, con una rebaja de impuestos que aliviaría los bolsillos de los estadounidenses.
Si esto es ajedrez: Ojo con perder la reina…
