¿Entrega de soberanía o astucia diplomática? La peligrosa jugada con el artículo 27, Opinión de Melanie Müllers 

La decisión del presidente Bernardo Arévalo de retirar, mediante el Acuerdo Gubernativo 65-2025, la reserva que Guatemala mantenía al artículo 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, provocó una tormenta jurídica. Bajo el discurso de “fortalecer la cooperación internacional” y cumplir con compromisos globales, el Gobierno dio un paso que, aunque maquillado de modernidad jurídica, podría erosionar los pilares fundamentales del orden constitucional guatemalteco.

¿Qué dice exactamente el artículo 27? En esencia, prohíbe a los Estados firmantes de un tratado internacional justificar el incumplimiento de sus obligaciones invocando su derecho interno. En otras palabras, si Guatemala suscribe y ratifica un tratado, no podrá ampararse en su propia Constitución para desobedecerlo en el plano internacional. Esta cláusula, aunque ampliamente aceptada en la práctica diplomática, genera una fricción inevitable con el principio constitucional de soberanía jurídica.

Y aquí radica el problema: en Guatemala la Constitución es la norma suprema. Lo establece claramente la jurisprudencia, el orden jurídico nacional y la doctrina representada por la Pirámide de Kelsen. En este esquema, la Constitución ocupa el vértice de la jerarquía normativa, por encima de los tratados internacionales, leyes ordinarias y reglamentos. La reserva al artículo 27 que Guatemala interpuso en 1997 justamente servía como salvaguarda: recordaba a la comunidad internacional que el Estado no podía cumplir disposiciones contrarias a su carta magna.

Quienes hoy defienden la eliminación de esta reserva, curiosamente, argumentan que “No servía para nada” o que era “Innecesaria porque Guatemala igual debe respetar los tratados que firma”. Pero si eso fuera cierto, ¿por qué el afán de eliminarla? ¿No es paradójico que se le reste importancia a algo que, al parecer, incomodaba tanto como para querer deshacerse de ello?

La historia no juzgará esta decisión por sus tecnicismos, sino por sus consecuencias. Y si esas consecuencias implican la entrega silenciosa de nuestra soberanía a organismos y agendas externas, entonces sí, habrá sido una traición.

La respuesta es evidente: la reserva sí tenía efectos concretos. Era una declaración explícita de que la Constitución prevalecería en caso de conflicto con cualquier tratado internacional. Su eliminación implica, por tanto, un cambio de fondo, no una formalidad diplomática. A partir de ahora, cualquier tratado vigente que entre en tensión con disposiciones constitucionales podría ser ejecutado sin posibilidad de objeción por parte del Estado guatemalteco. Y eso es sumamente grave.

Los defensores de esta medida aseguran que se limita únicamente a tratados ya ratificados, y que no altera la supremacía constitucional. Pero la práctica y la historia nos han enseñado que el derecho internacional se cuela por grietas jurídicas que los países subestiman. Si mañana se activa cualquier agenda externa, el Estado guatemalteco tendrá menos recursos legales para oponerse. El propio argumento del Minex, que esta reserva era “obsoleta”, revela una peligrosa ingenuidad o una estrategia deliberada para debilitar los controles de soberanía interna.

Además, el procedimiento de esta decisión es cuestionable. La Corte de Constitucionalidad ya señaló en el pasado que retirar una reserva implica efectos constitucionales, y, por tanto, debe pasar por el Congreso y contar con dictamen previo. Saltarse estos pasos equivale a concentrar competencias en el Ejecutivo, debilitando el equilibrio de poderes y el respeto por el sistema democrático.

No se trata de oponerse al derecho internacional ni de rechazar los derechos humanos. Se trata de recordar que ningún tratado puede estar por encima de la voluntad soberana del pueblo, expresada en su Constitución. Si se quiere cambiar ese orden, debe hacerse mediante los mecanismos legítimos: una Asamblea Nacional Constituyente, no un acuerdo de gabinete. La historia no juzgará esta decisión por sus tecnicismos, sino por sus consecuencias. Y si esas consecuencias implican la entrega silenciosa de nuestra soberanía a organismos y agendas externas, entonces sí, habrá sido una traición.